—Para mí, no —dijo ella—. Para mí hueles a frambuesas con nata.Pero, para una bruja olerías absolutamente mortal.—¿A qué olería? —pregunté.—A caca de perro —dijo.Yo me eché hacia atrás. Estaba aturdido.—¿Caca de perro?

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—Era un chaval que se llamaba Bruno Jenkins. Al pobre hombre le hacía falta el aliento.—Las brujas —dijo mi abuela—. Yo aguardé, apretando el frasquito contra mipecho.—En este momento tú —me cogió y me dio un besito en la nariz—. Estábamos completamente solos ydisfrutábamos mucho de nuestra mutua compañía.

Estaba tratando de devolverle al seno de sufamilia. Usted se negó a aceptarle.—¿Qué demonios desea usted decir, señora? —chilló el señor Jenkins—.¡Mi hijo no es un ratón! Su bigote negro subía y bajaba como orate mientras él hablaba.—¡Vamos, mujer! —vociferó.La familia de la mesa más cercana a nosotros había dejado de comer ymiraba abiertamente al señor Jenkins. Mi abuela seguía fumandotranquilamente su puro negro.

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Recuerda que casi cualquiera que te vea, intentarámatarte.Le arrebaté el sandwich y lo tiré lejos.—Vamos —dije—. La culpable volvió a sentarse de manera rápida y se tapó la cara con susmanos como garras.—¡Tú, rrrematada imbécil! —chirrió La Gran Bruja—. ¡Tú, espantagosin seso!

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—exclamaron a coro las brujas ancianas—. ¡No se desperdiciará ni una gota! ¡Te prometemos espachurrar, escachifollar y machacar a mil niños cadauna! —¡Nuestrra rreunión ha terminado!

¿Quién seatrreve a entrrarr en mi balcón? —le pregunté entre lágrimas.—Te vas a quedar aquí conmigo y yo te voy a cuidar —dijo ella.—¿No voy a volver a Inglaterra? —me preguntó el médico.—¡Jamás! Las subí, saltando con sencillez de un peldaño a otro,manteniéndome bien pegado a la pared en todo momento.—¿Estás ahí, Bruno? Las imágenes con inscripciones también pueden ser una idea interesante para ordenar una habitación para una pequeña.

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La gente, no.Sí, me dije, creo que no está nada mal ser un ratón.Iba dando vueltas por el suelo del salón mientras pensaba en esto,cuando vi a otro ratón. —le pregunté.—Se le cayó a una de ellas —respondió—. Es un sandwich de pasta depescado. Está bueno.También él hablaba con una voz normalísima. Uno supondría que, si unratón pudiese charlar, tendría la vocecita más baja y chirriante que se puedaimaginar.

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Y estaban exquisitas.Me quedé viendo a la abuela, allí sentada como una reina antigua ensu trono. Sus ojos eran grises y parecían mirar algo a varios kilómetros dedistancia. Su puro era la única cosa que parecía real en ese momento, y elhumo que salía de él formaba nubes azules cerca de su cabeza.—Pero la pequeña que se volvió gallina ¿no desapareció? Siguió viviendo y poniendo huevos morenos durantemuchos años.—Tú afirmaste que todos desaparecieron.—Me equivoqué —dijo ella—. Me hago vieja. No puedorecordarlo todo.—¿Qué le pasó al cuarto niño? —pregunté.—El cuarto era un chaval que se llamaba Harald —dijo mi abuela—.Una mañana se le puso toda la piel de un tono gris amarillento.

Seguramente no en un cajón corriente. Ni en el armario tampoco.Era bastante visible. Me subí a la cama de un salto, para ver bien todala habitación. Eh, pensé, ¿por Vestido menina verao qué razón no debajo del colchón?